Siempre he
pensado que pequeños detalles nos hacen volver a vivir, como esa famosa
Magdalena de Proust. Yo soy una eterna enamorada de los recuerdos, sin que eso
signifique no me guste vivir el ahora. Los recuerdos son un viaje espacio –
temporal que nos hacen recuperar a la gente que ya no está con nosotros y los
lugares donde fuimos felices, así nada está perdido y todo queda guardado para
siempre. Sin embargo nunca pensé encontrar el olor de tortas de chorizo en
pleno metro de Paris con las palabras de un libro.
En realidad
empecé a leer Como agua para chocolate de
Laura Esquivel buscando recuerdos de mi infancia, de esa película que tanto me gustó
cuando era niña. Pero no imaginaba que más que revivir una película, reviviría el
sabor de mi México, de mi cultura y de mi identidad. He leído algunos libros
que relatan la vida en Francia y me han gustado mucho, pero ninguno me ha
despertado tantas emociones como el de Laura Esquivel. Desde las primeras páginas
regresé a la cocina de mi abuela en Pozos, a ese olor a leña y frijoles, a esas
tardes llenas de olores cuando esperaba que el pan estuviera listo en la panadería
y sobre todo a todos esos momentos compartidos con ella, que construyeron lo
mejor de mi niñez. Este libro me permitió recordar lo que significaba ser
mexicana en la época de mi abuela.
Cuando las mujeres se ocupaban de cocinar todo el día, su principal
problema era qué se va a hacer para la siguiente comida. Y por primera vez
lamenté no haber aprendido la cocina de mi abuela, me entristeció saber que no habrá
quien la haga más y que todo se fue con ella. Quizás no era la mejor, pero era
la suya y la de su familia.
Entonces decidí
construirme mi propia cocina, que quizás un día podría enseñarle a un hijo, o
simplemente que él recordaría en su edad adulta el olor de la cocina de su
madre. Lo primero que quise fue hacer los ejotes de mi mamá, para comenzar una tradición.
Llamé a mi mamá e hice todo como ella me lo indicó, pero el resultado no fue el
mismo y lo único que conseguí igualar fue la cantidad de sal. Al principio me entristeció,
pero luego recordé cuando una vez hizo los ejotes tan salados que nadie podía comerlos,
claro que por educación no decíamos nada. Hasta que ella se sentó y los probó, diciendo
“como que se me paso la sal, ¿no?” Recordando esto me ataqué de risa y decidí
construir desde cero mi historia culinaria. Entonces ayer me puse a hacer un
pastel marmoleado. Sin entrar en detalles, solo tengo que contar que fue un
completo desastre. Se me quemó y no sabía a gran cosa, solo una especie de
tamal de chocolate que me recordó al pastel que hice con mi mejor amiga en la secundaria.
Ella es mucho mejor que yo en la cocina pero a veces se le olvidan los huevos o
cambia la harina de pastel por harina de tortillas, como en el caso de
susodicho pastel. Así que después de mis
fracasos en la cocina me doy cuenta que si algo podré heredar es mi manía por
la limpieza, que eso si es algo muy Gutiérrez y transcurrido generaciones.
La cocina se la
dejaré a mi esposo, después de todo cuando un hombre sabe cocinar lo llega a
hacer mejor que una mujer. Y afortunadamente ya no vivimos en la época de Mamá
Elena, ahora él se ocupará de la alimentación y a mí me tocara la reparación. ¡Hurra,
por los tiempos modernos!
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